Aguafuertes porteñas de Roberto Arlt muestran un modo de ver y entender a una ciudad y a sus habitantes. Testimonios imprescindibles para adentrarse en la Buenos Aires de los años 30 y 40.
Roberto Arlt fue un notable cuentista y novelista, que dejó clásicos como El juguete rabioso, Los siete locos y Los lanzallamas. Pero también fue conocido internacionalmente por sus Aguafuertes, un formato a fue adaptando.
El 5 de agosto de 1928, inició la columna costumbrista del diario El Mundo que con el título de Aguafuertes porteñas. En esta, retomó las características del costumbrismo, un género periodístico de amplia y sólida trayectoria, el cual renovó.
Mediante sus escritos analizó la ciudad de Buenos Aires, su geografía urbana y sus tipos más característicos. El autor mostro el inconformismo que se reflejaba en sus novelas, aunque con un ánimo más optimista, educativo, moralista.
Aguafuertes porteñas se publicaron, prácticamente, sin interrupciones hasta su muerte en 1942. El formato fue adaptándose a otros sitios y entornos, publicándose crónicas patagónicas, uruguayas, gallegas, asturianas, madrileñas, vascas, africanas, cariocas y silvestres.
“Para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios, y luego ser un poquitín escéptico. ¡Qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto!”, sostuvo el autor.
Aguafuertes Porteñas de Roberto Arlt
Editor: Edu Robsy
Parodiando a Rudyard Kipling, diré:
—¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico? Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acerca de un médico.
Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.
Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la hora de la decadencia de la receta.
Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías farmacéuticas que comienzan con el sacramental «antes después».
En el «antes», aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscientos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.
En el «después», aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de criaturas, y sonriendo afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana del dibujo, se ve correr a una multitud de dolientes hacia el boliche donde venden la mencionada panacea.
Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplicando, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad.
Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, «cuando le había tomado la mano», instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en él despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.
Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico—farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los «aires», manito «para los chicos», licor de Las Hermanas «para las señoras», vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reemplazó el Agua Colonia. Y pare de contar.
El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo —que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía— sino que además, como era el personaje más respetable del barrio, «el más sabio», era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Ejemplo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. El farmacéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:
—Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quiero hacerle gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farmacéuticos que, para vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.
A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de recetas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía:
—¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico? ¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no «hay nadie que curiosee en las puertas»! Esas consultas en que el damnificado mira torvamente en redor; el farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no dispone.
¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, para llenarse la bolsa de patacones auténticos.
Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen conocimientos para poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocultan bajo una pastilla de menta; y ello me merece un profundo respeto.
Pues bien, en la actualidad, todo esa gente está de capa caída. A me— ‘. nos de vender cocaína, se muere de hambre.
La profesión ha sido muerta por el específico.
Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganancia, se podrían confeccionar en la farmacia. Todos administran específicos, remedios que ya vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despachante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino «un margen del quince por ciento», es decir, quince centavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.
Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos enfermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachuelas, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.